CUENTO DE MISTERIO DE TERROR POR AUTOR DESCONOCIDO
LA PINTURA
En la penumbra de las noche, donde el susurro del viento cuenta historias olvidadas, surgen relatos de terror cortos que exploran el abismo de la mente humana y los secretos oscuros que acechan en cada rincón. En este cuento de terror muy corto, nos sumergimos en la vida de un padre atormentado por la desaparición de su hija, cuya búsqueda lo llevará a confrontar fuerzas sobrenaturales que trascienden la muerte. A través de historias paranormales cortas, descubrimos que el dolor y la desesperación pueden abrir puertas a lo desconocido, revelando verdades que nunca debieron ser desenterradas.
LA PINTURA.
En un pequeño pueblo de Inglaterra a principios de los años 20, la tarde caía sobre las casas de piedra, y un aire melancólico envolvía el lugar. Tomás, un hombre de rostro surcado por la tristeza, le pidió a su hija Clara que fuera a comprar un poco de leche. La luz del sol se desvanecía cuando Clara salió por la puerta, pero la niña nunca regresó. Al principio, Tomás pensó que había sido una simple tardanza, pero la desesperación se apoderó de él cuando las horas se convirtieron en días, y las búsquedas por el pueblo no dieron fruto alguno. Clara había desaparecido, tragada por el silencio del campo.
Los días se convirtieron en semanas, y el dolor se arraigó en el corazón de Tomás. La vida en el pueblo continuó, ajena a su sufrimiento, pero él no podía olvidar la risa de su hija. En su desesperación, encontró consuelo en su estudio, un lugar donde la creatividad florecía en forma de cuadros que representaban paisajes de ensueño. Una tarde, mientras contemplaba una pintura de una casa de campo, sintió un escalofrío recorrer su espalda. Allí, en el lienzo, apareció una figura que antes no había notado: una niña de cabellos dorados, casi idéntica a Clara. Su corazón dio un vuelco. ¿Era posible que su hija estuviera de alguna manera presente en el cuadro?
A medida que pasaban los días, Tomás se obsesionó con la pintura. Cada mañana, se sentaba frente a ella, esperando ver la imagen de su hija. Para su asombro, la figura de la niña comenzó a transformarse. Primero, fue una joven de ojos brillantes, luego una mujer adulta con una expresión serena. El tiempo pareció detenerse en el lienzo, mientras Tomás se debatía entre la esperanza y la locura. La idea de que su hija pudiera estar atrapada en esa pintura lo perturbaba, pero al mismo tiempo, sentía que había un hilo de conexión entre ellos, un lazo que desafiaba la muerte.
Sin embargo, la transformación continuó, y al cabo de un mes, la imagen en el cuadro mostraba a una anciana, su rostro surcado por profundas arrugas que contaban historias de tristeza y pérdida. El padre, desolado, empezó a cuestionarse su cordura. ¿Era esto obra de una bruja que se burlaba de él, o simplemente su mente lo llevaba al borde del abismo? El lamento en su corazón se intensificaba, y cada vez que miraba el cuadro, sentía que una parte de él se desgastaba, como si la pintura absorbiera su vida.
Una mañana de otoño, tras tres meses de agonía, Tomás se dirigió al estudio como era su costumbre. El aire estaba impregnado de un frío helado que calaba en los huesos. Sin embargo, al acercarse a la pintura, su corazón se detuvo. La anciana había desaparecido; el lienzo ahora mostraba solo la imagen de la casa de campo, vacía y desolada. Una sensación de pánico lo envolvió mientras miraba el cuadro. Algo había cambiado, pero no sabía qué significaba.
Esa misma tarde, la policía apareció en su puerta con una noticia devastadora. Habían encontrado el cuerpo de Clara en una casa abandonada a las afueras del pueblo, un lugar envuelto en leyendas de magia negra y rituales oscuros. La mente de Tomás se nubló; el dolor lo arrastró a un abismo profundo. No había sido solo la desaparición de su hija, sino un sacrificio en un oscuro rito que le había sido robado, algo que nunca podría entender.
Con el corazón desgarrado, Tomás regresó a su estudio, pero la pintura ya no le ofrecía consuelo. Miró la casa de campo, vacía de vida, y sintió que un grito desgarrador emergía desde lo más profundo de su ser. La conexión que había sentido, el eco de la existencia de Clara, se había esfumado como el último aliento de una vida en la penumbra. Ahora, solo quedaba el eco de su risa, ahogado por la cruel realidad de un destino sellado.
Los días pasaron en un silencio sombrío, mientras Tomás se aferraba a los recuerdos de su hija. La pintura se convirtió en un recordatorio constante de su pérdida, un testimonio de lo que había sido y de lo que nunca sería. La casa de campo, solitaria en el lienzo, lo observaba con una mirada fría y vacía, como si supiera que la oscuridad de aquel lugar había cobrado más de lo que Tomás podría imaginar.
Finalmente, una noche tormentosa, mientras la lluvia golpeaba los cristales, Tomás sintió la necesidad de liberar su dolor. Con un último aliento, tomó el pincel y comenzó a pintar de nuevo. Pero esta vez, no quería crear belleza; deseaba plasmar el horror que había vivido. La imagen de su hija, la anciana y la casa, se entrelazaron en un torbellino de locura. Y así, en la penumbra de su estudio, se escuchó un grito de agonía y desespero, un último grito proveniente de la casa de Tomás, que resonó en el corazón del pueblo, advirtiendo a todos sobre las sombras que acechaban en la oscuridad, esperando a reclamar más almas para su siniestra danza.
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